Lluvia.
Una fila interminable ante el antiguo Pabellón, el de la Ciudad Deportiva, el de Lolo, Juan Antonio Corbalán, Jou, Emiliano, Brabender, Jackson, Mirza, Sabonis, los Torneos de Navidad, Iturriaga y Davis, Audie y tú. Hombres que miraban al cielo, niños que lloraban contemplando al héroe caído tendido en esa zona que, durante tantos años, convirtió en metáfora de esa eterna batalla que es la vida.
Lluvia, como en Portland, donde grabaste a fuego que Martín no era Martin y que nada debía interponerse entre un hombre y sus sueños, que, después de todo, lo importante no era ser actor principal en una película aislada, sino tomar las riendas de la propia existencia y hacer lo que a uno le viniese en gana. Aunque para ganar, en ocasiones, tocase perder.
En Madrid, aquel maldito domingo de diciembre, también llovía cuando tomaste aquella curva de la M-30 tan deprisa como viviste.
Quizá sabías que, como los griegos decían “A quien los dioses aman, muere joven”.
Y que la única gloria que te quedaba por alcanzar estaba más allá de las estrellas.
Como en aquellas canciones de los años ochenta.
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