Como tengo por costumbre (y casi que por norma) ver únicamente los partidos del Real Madrid, no había oído hablar de él en mi vida. La primera vez que supe de Anthony Randolph fue en el blog de Víctor Colmenarejo (aka Karusito), ese espacio de debate, de combate a veces, en el que mi primera intervención vino seguida por la amable invitación de otro usuario a sacarme de la boca el miembro viril de Juan Carlos Sánchez. O el de Alberto Herreros. Tal vez los de ambos, no recuerdo exactamente. Y todo por haber osado pedir un margen de tiempo para Pablo Laso, a ver qué tal lo hacía. Qué vueltas da la vida. Nada grave, en cualquier caso.
Superado el impacto inicial, que no estaba yo acostumbrado a semejante familiaridad en el trato, con el roce y el contacto aquel otro usuario de bruscos modales y un servidor llegamos incluso a cogernos cierto cariño, que duró hasta que él desapareció del mapa virtual. Eso ocurrió unos años más tarde y vino a coincidir, mes arriba, mes abajo, con la primera vez que tropecé con el nombre de Anthony Randolph, que fue, como decía, allí, en el susodicho espacio de debate. Sonaba para el Madrí y se cantaban sus excelencias, especialmente por parte del titular del blog, Víctor, afincado por aquel entonces en Moscú y buen conocedor de las competiciones de la zona, donde desplegaba su talento el jugador. En un equipo, todo hay que decirlo, de poco renombre: Lokomotiv Kuban, que nos sonaba fundamentalmente porque había contribuido a evitar que el regreso de Víctor Claver a Europa fuese vestido de blanco. Vaya desde aquí nuestro agradecimiento. Unas semanas después, aquél equipo desconocido hasta entonces por los profanos, entre los que me cuento, eliminó al Barça en el cruce de cuartos y accedió a la Final Four de la Copa de Europa (que se note que somos clásicos) con una actuación estelar de Anthony Randolph en el Palau: veintiocho puntos y los brazos al cielo. Había nacido para ser uno de los nuestros, sin duda.
Justo antes de llegar, las crónicas nos hablaban de un tipo cuya estatura andaba ligeramente por encima de los dos metros y diez centímetros, ágil, rápido, atlético y elástico, lanzador de larga distancia, intimidador al tapón… para quienes crecimos en los ochenta viendo a Fernando Martín, a Romay, a De la Cruz, a Epi o a Iturriaga, sonaba como si hubiésemos fichado a la reencarnación de James Worthy. Pero no. Pasan los años y no me acostumbro a que prácticamente un tercio de los jugadores profesionales de baloncesto en la élite respondan a una descripción más o menos parecida a esa. No. No era James Worthy ni Tim Duncan, claro. A ver, si no, por qué iba a estar aquí. Pero era muy bueno. Mucho. Incluso cuando andaba fallón, la plasticidad de sus movimientos sobre el parquet me hipnotizaba. Era el tipo al que miraba casi todo el rato con la esperanza de capturar un instante de belleza en el juego. Y lo conseguí no pocas veces.
A pesar de su enorme calidad y de la fama que le precedía, aceptó un papel, no diré que secundario, pero tampoco desde luego el de primer espada que podría haber tenido sin despeinarse en diez o doce equipos competitivos de Euroliga. Vista desde lejos (desde Murcia, concretamente), su integración en el equipo pareció ejemplar desde el primer entrenamiento. Un profesional modélico, incluso en algunos tramos en los que parecía contar poco para su entrenador. Un hombre en permanente lucha contra su compleja forma de ser.
Es cierto que dividió a la afición. Una gran mayoría, a quienes podríamos denominar oficialistas, adoptó el sobrenombre de Toñejo para referirse a él. Otros, unos pocos, más puristas, siempre preferimos llamarlo Antoño, que denotaba un mayor respeto. El que nos inspiraba su imponente figura, ni más, ni menos. En cualquier caso, yo diría que prácticamente todos, con las pocas pero lamentables excepciones de siempre, le cogimos cariño en seguida. Se decía de él que era un tipo serio, casi huraño, pero yo creo que, en realidad, redefinió el concepto de simpatía. Convirtió su permanente ausencia de sonrisa en una nueva forma de sonrisa.
De su trayectoria con nuestra camiseta, mi memoria, muchas veces caprichosa y no siempre del todo respetuosa con la realidad, se ha quedado con tres momentos estelares.
El primero, la Copa del Rey de 2017, su primera Copa, la que pasó a la historia por el famoso «era campo atrás» y la designación de Llüll como mejor jugador, una distinción para la que, en mi modesto e indocumentado parecer, Antoño hizo mayores méritos. Fue el pico más alto de juego que le recuerdo en el Real Madrid. Demasiado pronto, quizá. Ya no volvimos a verlo volar tan alto y de forma tan constante como aquella semana. Una pena.
El segundo, la tremenda y flagrante falta antideportiva sobre Singleton en los segundos finales de la final de Copa del Rey de 2019, dos años más tarde. Me gusta pensar que los árbitros la pasaron por alto, no porque no la viesen, que era imposible, y tampoco con ánimo de favorecernos, como lo prueba el hecho de que sólo unos minutos después, y tras unos minutos de debate para la galería, convirtieron un rebote en tapón y decidieron el título para nuestro oponente aquella noche. No. Lo hicieron porque el aplomo y la imponente presencia de Antoño eclipsaron en aquel instante el entendimiento de los señores colegiados. No se me ocurre otra explicación medianamente plausible.
Y tercero, pero no por ello menos relevante, el tapón a Dorsey en el Palau. Doy por supuesto que todos sabemos a qué tapón me refiero. Impactante. Espectacular. Estratosférico. Mayestático. Y por supuesto, catedralicio. Ese tapón fue la belleza por la belleza. Porque sí. Todos, empezando por el propio Antoño, nos pusimos a celebrarlo como descosidos y la jugada acabó igualmente en canasta. ¿Y qué? ¿A quién podían importarle esos dos miserables puntos frente a semejante imagen? Habíamos salido de la caverna y acabábamos de presenciar el ideal platónico del tapón. ¿Quién podía detenerse en el insignificante detalle de la canasta inmediatamente posterior, aparte de algún enfermo de la estadística por aquí o de algún antimadridista dolorido por allá? Máxime cuando el partido finalizó con una histórica paliza al Barça en su propia casa, próxima a los cuarenta puntos de diferencia.
En el tramo final de su carrera, dos graves lesiones prácticamente consecutivas lastraron su rendimiento de forma implacable. A pesar de todo, con sus últimos minutos de baloncesto nos ayudó a ganar una Copa de Europa más. La undécima, ni más, ni menos. Y hace sólo unos días supimos que abandonaba oficialmente la práctica del baloncesto profesional. Muchos de nosotros le quisimos mucho. Y aún le queremos. Y por eso pensamos que merece una despedida mejor y más cariñosa por parte del Club para el que jugó, mucho y bien, todo el tramo final de su carrera, el más importante. Aún estamos a tiempo. Tengan en cuenta que aparece en la foto de la doble Copa de Europa, en fútbol y baloncesto, de 2018. La única hasta la fecha. Está arriba, centrado, entre Jaycee Carroll y Marcelo. Pocos pueden presumir de eso.
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