No sé si querer u odiar a Trevor Ariza. Sin aquel golpe violento y traicionero, la espalda de Rudy posiblemente no sería la misma y nosotros no habríamos disfrutado de su juego y de su carácter ganador durante tantos años ni de forma tan intensa. Pero claro, ¿cómo tener siquiera una micra de aprecio por el tipo que tanto daño pudo causarle? Por otra parte, las explicaciones nunca son tan planas ni las relaciones de causalidad tan lineales. Es posible que su maltrecha espalda no fuese el único motivo que lo apartó de la NBA y lo trajo hasta aquí. Quizá ayudaron sus entrenadores queriendo hacer de él un mero especialista, la antítesis de lo que siempre ha sido como jugador. Tal vez confluyeron otros factores que a mí, como lego en la materia, se me escapan. Bueno, eso pondría algo de orden en este panorama de sentimientos encontrados, así que bendigamos egoístamente esos otros factores cuya existencia vamos a dar por supuesta y odiemos generosamente a Trevor Ariza. Vaya una cosa por la otra y que Rudy nos perdone.
En fin… puede que aquel desdichado golpe fuese el principio.
Pero el final fue muy distinto. El final fue emocionante.
Se jugaba el segundo partido de una final ACB y prácticamente todos estábamos convencidos de que sería el último de la serie en el Palacio. El último partido de Rudy en su casa, por lo tanto. Sólo pensarlo producía cierto vértigo. El Club, claro, no podía organizar nada: teóricamente cabía la posibilidad de un quinto y definitivo encuentro, también en el Palacio, y el respeto al rival obligaban a actuar institucionalmente como si no estuviese pasando nada. Pero estaba pasando. Se iba Rudy. Y nosotros, en la grada, no estábamos limitados por nada ni obligados con nadie. Rudy ayudó, como lo había hecho siempre. Puso de su parte todo lo que había que poner. Fue su mejor actuación en una temporada que desde su inicio iba desprendiendo un nostálgico aroma a despedida. Al ritmo del estribillo de Can’t take my eyes off you, parafraseando a Frankie Valli, comenzamos a corear su nombre cuando encestó su último triple a falta de un minuto y cincuenta segundos para el final del partido. Subimos el volumen cuando Chus Mateo lo sacó del partido dieciséis segundos después. En la cancha seguían pasando cosas, pero ya nos importaban poco. Continuamos coreándolo durante los restantes cinco minutos y siete segundos que transcurrieron hasta que sonó la fatídica sirena. Y lo estuvimos coreando casi diez minutos más, hasta que desapareció por el túnel camino del vestuario. Ciertamente, nadie podía quitar sus ojos de Rudy. Nos emocionamos y derramamos alguna que otra lágrima. Creo que él también. No soy asiduo al Palacio, acudo sólo ocasionalmente una o dos veces cada temporada, pero ya llevo unas cuantas funciones a la espalda y ese fue uno de los dos momentos más grandes que he vivido allí. En el otro, por cierto, también estaba Rudy. Al final, miren ustedes por dónde, que el final de carrera de Rudy sí que resultó bonito de ver. Bonito y emotivo. Había que estar allí y allí estuvimos. Luego hubo un tercer partido en Murcia. Y hubo título de liga. Pero esa ya fue otra historia distinta, una con sabor a epílogo.
Así que hubo un principio y un final, claro.
Y durante los casi trece años que transcurrieron entre ese principio y ese final hubo cientos de inesperadas apariciones defensivas en el lado débil. Tres Copas de Europa. Una inverosímil canasta ganadora en Atenas frente a Panathinaikos. Un peculiar secuestro en el bar de Mauricio Colmenero. Cerca de mil doscientos triples encestados. Siete títulos de liga. Un sonoro Rodolfo-Fernández-Faaarrés saliendo de la garganta de Lalo Alzueta. Y otro. Y otro más. Y así hasta quién sabe sabe cúantos. Tres reconocimientos como mejor jugador en distintas competiciones y finales. ¿Finales? Nada más y nada menos que treinta y ocho disputadas de cuarenta y ocho posibles. Nueve comparecencias en la Final Four de la Copa de Europa. Un mate estratosférico volando por encima de tres jugadores de Olimpiacos en la final de 2015. Decenas de miles de antimadridistas encabronados. Unos setecientos cincuenta balones robados. Seis Copas del Rey. Una amarga derrota en la final de 2013 frente a Olympiacos. Otra derrota aún más amarga en la final de 2014 frente a Maccabi. Y por fin la ansiada victoria en la final de la Copa de Europa de 2015. Casi siete mil puntos anotados. Cinco presencias en quintetos ideales. Quince minutos y cuarenta y dos segundos jugados con la camiseta de Star Wars una tarde de domingo rara en que la Fuerza no le acompañó. Cinco títulos ganados en una temporada perfecta. Infinidad de pacientes fotografías y firmas con aficionados de todo pelaje y condición. Nueve Supercopas y una Copa Intercontinental. Decenas de alley oops mágicos. Uno de los mejores fines de semana de mi vida, si no el mejor, junto a mi hijo entre el 15 y el 17 de mayo de 2015. Setecientos cincuenta y cuatro partidos disputados. Más de doscientas cincuenta horas de baloncesto.
Y todo con la camiseta blanca. Y con el escudo redondito.
Nos elegiste, Rudy, y desde entonces prácticamente todos hemos vivido con la sensación de que esa elección fue el eje sobre el que giró el rumbo de nuestro equipo, perdido durante unos cuantos años. Y creo que ni siquiera te imaginas cómo te lo agradecimos en su día y cómo te lo seguimos agradeciendo, cuánto te hemos querido y cuánto te seguimos queriendo, cuánto te echamos de menos y cómo te seguiremos recordando. Por los siglos de los siglos. Amén.
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