Dícese de la corriente filosófica y vital que convierte el positivismo en una forma de vida. Los lasistas se caracterizan por su carácter, por su humildad y por su constancia. También por una creencia en las posibilidades del propio individuo, en su capacidad para iluminar situaciones de penumbra, una virtud que llega a asombrar a todos aquellos que no promulgan con esta corriente o que la desconocen.
Esta corriente filosófica tiene como máximo exponente a Pablo Laso. Un entrenador de baloncesto que devolvió al Real Madrid al Olimpo. El conjunto blanco vivía en la penumbra máxima, a punto de morir de inanición lumínica, aquella que le había hecho acumular brillantes en glorias pasadas. Su llegada al banquillo merengue se produjo en la más absoluta turbulencia, tras la salida del último mesías al que se había encomendado el proyecto.
Donde muchos veían el apocalipsis, la apuesta por un técnico menor o el enésimo paso hacia atrás de la sección de la canasta, Pablo Laso veía una oportunidad de devolver el brillo al escudo del Real Madrid. Pocos confiaban en él. Daba igual, él si confiaba en sí mismo. Sabía que el primer trabajo que debía hacer en el vestuario blanco era psicológico. Devolver el protagonismo a los jugadores y hacerles creer que otro baloncesto era posible. Se entregó a la velocidad, a la creatividad, al vértigo. Había que enganchar a la gente, enamorarla de nuevo al baloncesto.
No era fácil. Puso a Llull de base, le dio las manijas del equipo a un Chacho que dudaba hasta de su sombra. Estaba loco decían, daba igual. Él confiaba en sus posibilidades y sobre todo, hacía confiar a los jugadores en las suyas.
Poco a poco fue convenciendo a un sector escéptico de la afición madridista. Otro, mucho más exigente, con el corazón ajado tras tantos y tan sucesivos varapalos, aún desconfiaba si ese baloncesto, si esa corriente filosófica, era suficiente para ganar títulos.
Las finales fueron llegando y los títulos, también. El Lasismo se convirtió en un movimiento tan grande que lo que hace un tiempo no muy lejano era una proeza, se tradujo en una obligación que, por cierto, a punto estuvo de costarle la salida al propio Laso de la disciplina blanca. Después de practicar el mejor baloncesto visto en Europa, pero con dos asaltos frustrados al cetro continental, la corriente filosófica vivió sus momentos más duros. Muchos lasistas comenzaron a dudar, pero Pablo Laso (también Alberto Herreros) seguían confiando. Sabían que el éxito no es flor que se cultive en un día, aunque se pueda perder en un suspiro. Persistieron y vencieron.
Pablo Laso ha construido el Real Madrid de baloncesto más grande jamás visto. Sí, ni el de Ferrándiz. Un Real Madrid que ha ganado TODO. Una máquina perfecta, que es la suma de pequeñas imperfecciones. Lo ha hecho, además, en contra de todos los preceptos clásicos del baloncesto. Sin un 5 puro que domine los tableros, con un baloncesto alegre, con una defensa que cambiaba en cada bloqueo y generaba desajustes constantes. Con un Llull al que nadie veía como base, excepto él, con un Chacho que parecía haber perdido su varita mágica y al que Laso le ha devuelto la chistera –ha sido el vitoriano el que puso las primeras piedras del chachismo-, con un Rudy al que le ha encargado la intendencia, con americanos que no eran referencias, sino complementos perfectos a un engranaje preciso como si de un relojero suizo se tratarse. Con un Nocioni que ha eliminado el cariz de candidez que hacía al equipo tambalearse en los momentos duros. Con Felipe, con Maciulis, con Ayón, con Mejri… con mucha gente, pero sobre todo con él.
Pablo Laso puede que no pase a la posteridad como el mejor estratega –no lo sé-, pero ha inscrito su nombre en los anales de la historia como un magnífico gestor de emociones, de egos y de sensaciones. Ha hecho creer a un grupo que podía ser el mejor Real Madrid de la historia. Ha hecho creer a una afición que podía ver a su equipo dominando allá donde pisaba. Ha hecho creer a un club dominado por el fútbol, por los egos, por los millones, por la realidad alejada de medios y personas, que la fórmula del éxito era otra bien distinta.
Gracias Pablo. Contigo empezó todo.
Deja un comentario